Urania es nombre de musa.

Paseó los dedos sobre los libros, discos y marcos de fotos que llenaban la estantería. Era todo lo que quedaba de ella. Todo incluido ella misma, su nieta. La única de su sangre que quedaba para recordarla. Su madre le había llamado Urania por ella. Ese nombre que tantas mofas le había causado en el colegio y que ahora era un legado de gran valor para ella. El nombre, la cabezonería y su amor por los libros, la música y el tequila.

Su padre había decidido, al poco de nacer ella, que quería poner tierra de por medio entre él y su familia. Se marchó y no se supo más de él. Y su madre decidió que no merecía la pena vivir sin él. Así que se había criado con su abuela. No sintáis pena por ella. Apenas conoció a sus padres. Eran como dos seres etéreos que sabía que habían existido, pero que no eran reales para ella. No se echa de menos algo que nunca se ha tenido. Al menos, no más de cinco segundos al día.

Puso el disco de Skip James y dejó que se lamentara a todo volumen porque el diablo se había llevado a su mujer. Fue a la cocina y cogió la botella del armario que estaba sobre el fregadero. Bebió un largo trago directamente de la botella. Salió al patio y se sentó en la mecedora de esa mujer que tanto la había querido. Dura, libre e inteligente.

Recordó el día que se había dado cuenta de cómo la miraba el hijo del farmacéutico. Al llegar a casa, cogió una botella del mismo armario y le pidió que le acompañara al patio al fresco del atardecer. Llenó dos vasos y tendió uno hacia ella. El mismo vinilo daba vueltas en el tocadiscos. Era la primera vez que probaba el alcohol. Tosió al tragar aquel brebaje y se sintió ridícula por hacerlo, así que se irguió en su silla de mimbre y dio otro trago, uno más largo, de tequila aguantando orgullosa el tirón. Su abuela sonrió y a Urania le pareció, por un momento, verse a sí misma venida del futuro. Se pasaron la noche bebiendo y hablando. Su abuela le habló del amor, del sexo, de los sentimientos, de la vida. Hablaron de todo hasta ver salir el sol del domingo. Urania aprendió una cosa más ese día. Lo que era una resaca.

Levantó la botella. “Va por ti, bela”, así la llamaba como diminutivo de abuela, jamás se lo había dicho, pero sabía que le chirriaba en sus oídos eso de abuela cada vez que lo pronunciaba. “No sabes cuánto te echaré de menos”.

Se levantó estirando la falda arrugada de su vestido azul. Dejó todo otra vez como estaba, cogió la vieja maleta que había dejado preparada en la entrada, aquella con la que su abuela había recorrido el camino que la llevó a aquella casa, y salió de ella. “Acuéstate cada noche habiendo aprendido algo nuevo y prepárate para vivir un nuevo viaje cada día”, le decía cada noche su abuela antes de irse a dormir. Iba a emprender un nuevo viaje. Apoyó su frente y las manos contra la puerta cerrada.

- Volveré, bela.- Susurró como despedida.

El coche fue dejando una estela de polvo y música al bajar la calle.

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